Pobre de mí cuando este mediodía, tras llevar casi una
semana subyugado al deber académico,
pienso “Hoy me lo voy a tomar relajado, me hecho unas partiditas del League of
Legends, así me despejo y después estudio mucho mejor”. Y claro, al final pasa
lo que pasa, ¿estudiar? ¡Sí, SEGURO!
Sin vicio no hay victoria.
Empiezas despreocupado, seguro de ti mismo, de tu constancia
(casi nula, por otra parte) y de tu sentido de la responsabilidad. Es en ese
preciso momento cuando juegas una partida con los amigos mientras hablas con
ellos por Skype y comentas cada incidente, por trivial que sea, cuando
comprendes que el verdadero nombre de este juego debería ser League of Throwns; thrown a los
estudios y thrown a tu vida social.
Entonces llega el momento
crítico, aquel en el que un valiente de tu grupo de amigos loleros dice “Me
piro chavales, que tengo que ponerme a
estudiar”. Es en ese preciso instante en que sale a relucir tu madurez y te
planteas que quizás la innovadora idea de tu amigo de dejar ese inútil juego
para estudiar quizás te sea mínimamente provechosa. Pero amigo, ¡qué iluso
eres! Porque el niño que hay en tu interior se mete en tu cerebro a dar guerra
y, por imposible que parezca en una situación real, ese pequeño cabroncete le
pega la paliza de su vida a tu yo maduro y te auto convences de que por echar
unas partidas más no vas a desaprovechar todo el día.
¡ERROR, error mortal! Teniendo en cuenta que la partida más
corta dura 20 minutos y que, por regla general, la media es de unos 35 minutos
por partida y la improbabilidad de la victoria de la cordura sobre el vicio,
acabas desperdiciando toda la tarde y claro, no te vas a poner a estudiar por
la noche porque estás agotado.
Si a esto le añades la motivación de la victoria o el pique
por haber perdido, apaga y vámonos.
Pues eso, si alguna vez tienen queja de mi rendimiento en
grupos de trabajo, laboral, familiar o de mi capacidad de concentración échenle
la culpa a League of Legends, que yo ya he tirado todo esto a la basura.